Dejarse
ganar. Es tal la amargura, la antinaturalidad del concepto que ya solo retrata
al que lo insinúa. Renunciar a todo eso con lo que uno nace: querer vencer
siempre, competir, no dar tu brazo a torcer, luchar como hermanos defendiendo tus colores, derroches de coraje y corazón... Prescindir de todo ello como si fuera el postre tras una
comilona, una copa de más, un segundo beso de despedida a la suegra camino de
la estación. Uno, que peinaría ya canas si la invasión de la alopecia hubiera
dejado alguna plaza sin tomar, recuerda aquél otro día, uno de los más negros de
la historia reciente, en el que el mismo rival que rendirá visita al Calderón
en breve goleó a los nuestros ante al alborozo de un sector de neoatléticos de
boquilla que durante la semana habían tenido la desfachatez de proponer lo de
dejarse ganar. Aquel día, del que pueden recordar mal y tardío epitafio aquí, se nos marchó Torres y
una buena porción de dignidad. Costó recuperar a ambos con el paso de los años
y la llegada de Simeone y quiere el destino repetir la jugada. Emparejar de
nuevo al Atleti con el mismo contendiente en parecidas circunstancias: deberes
casi hechos, el coche al ralentí esperando, cargado con el equipaje de un
veraneo que comienza merecido y prematuro.
Han pasado
los años pero uno oye sin querer oír voces parecidas a las de entonces. Poco
aprendió en el camino el que entendiera que este equipo de Godines y Kokes, de
Gabis y de Ardas, de Juanfran y de, sobre todo, Simeone pudiera recrear la
pantomima de aquel otro de Maniches y Fabianos, de Jurados y Luccines, de Ze
Castros y, claro está, de Aguirre. Fernando, factor común en ambos sumandos,
volvió hace nada seguro de la certificada muerte de aquel Atleti de pandereta y
esperpento recurrente con el que se nos fue la juventud a borbotones. No nos
hará lo mismo este Atleti al que se le ha puesto cara de señor respetable. Este
equipo bigotudo y de ceño fruncido. Este grupo áspero que nos hizo en más de
una ocasión bajar al kiosko a comprar tras una gran gesta cinco o seis
periódicos del mismo día para guardarlos como tesoros.
Como
atenuante, los aplaudidores de la derrota, redactores jefes incluidos, esgrimen el afilado axioma del consuelo del
tonto. Joder al rival. No se han parado a pensar si acaso el rival respeta
y teme a este Atleti por cómo se ha comportado en las últimas batallas. El enemigo
al que se pretende fastidiar se mofaba de aquel otro Atleti por inofensivo y
mostraba pancartas que llegaban a escocer pero le tiene miedo al actual. Cuando
uno invoca ciertos fantasmas debe estar preparado para que se aparezcan y
apechugar con las consecuencias. Cuidado con desear un Atleti que no compita,
que lo mismo a alguien se le ocurre volver a traer a Manzano, único técnico al
que sus planteamientos en chino suenan a chino a los mismísimos chinos.
No me
malinterpreten, servidor de ustedes quiere que el equipo de los que beben
Ballantine’s pierda todos los partidos, el avión, el oremus y hasta el virgo en
cualquier asiento trasero de un coche de segunda mano, pero hay precios que no
debemos estar dispuestos a pagar. El de dejarse ganar es uno de ellos. Solo
insinuarlo debería estar penado con un abono con acceso desde la calle Concha
Espina.